Estaban cerca de Lumbini, el monje había querido pasar por allí a rendir memoria a sus padres. Muertos hacía una era... Entonces, mientras caminaban dijo, mirando a Mahayani que tenía a su derecha.
—Sabéis porqué cuanto más feliz es la infancia de un niño más dolorosa es su vida adulta? Pensadlo bien antes de hablar por que no es una cuestión fácil de percibir...
Sus seguidores se miraron entre ellos y murmuraban por lo bajo cosas que el monje hacía ver que no oía... finalmente Theravani que era uno de los más mayores se decidió a hablar.
—Es posible que si ha tenido una infancia feliz sea por que no tuvo que ir a la escuela, no tuvo que esforzarse, no aprendió un oficio y al hacerse mayor fue desgraciado porque no pudo ganarse la vida... ¿podria ser asi Maestro?
—No Theravani, no es por eso, pero aprecio tu imaginación para poner la condición de felicidad en la ausencia de esfuerzo, veo que para ti eso de esforzarse debe de ser un palo... —y mirándole con cariño le guiñó un ojo.
Ninguno se atrevía a dar una opinión hasta que el monje volvió a hablar.
—La felicidad de un niño no está en la clase de vida que puede llevar según sea su lugar de nacimiento. No es el lujo, ni la falta de comodidades lo que a esta edad influye para que el niño pueda sentirse, o no, feliz. Tampoco es la exigencia a la que pueden someterle los padres o maestros para que aproveche su tiempo la que causa menos felicidad y tampoco es más feliz el que, no teniendo oportunidad de que nadie le enseñe o controle, holgazanea todo el día.
—Entonces ¿dónde está la felicidad verdadera de un niño, la que puede ser duradera y no la que es efímera como la de ganar una carrera o vencer en una lucha entre amigos? —preguntó Mahayani.
El maestro, ya que habían llegado cerca de una fuente, les señaló unos bancos para que reposaran. Una vez bebieron todos y estuvieron acomodados, les dijo:
—El ser humano, durante su infancia elige seguridad y en su etapa adulta experimenta el sufrimiento por que el dolor del adulto es una evolución de la felicidad que sintió en la infancia. El devenir azaroso de la vida lleva a los humanos a convertirse en consecuencia de su pasado. El paso por la infancia dota de los primeros sentimientos de seguridad al niño al experimentar el afecto y la protección que transmiten los padres. No olvidéis que en el futuro ese presente del niño será su pasado —de ahí la responsabilidad del progenitor—, y esos sentires, esos sentimientos que tuvo, serán los cimientos sobre los que el adulto construirá un presente emocional nuevo. No importan las otras condiciones de su vida —los bienes materiales—, lo que le hará feliz o desgraciado será disponer o no de unos sólidos cimientos emocionales para desarrollar su presente adulto, un presente que también será futuro mucho antes de lo que él piensa... por que todo es anicca, impermanente...
El monje se levantó y bebió un poco de agua. Se le estaba quedando la boca seca de tanto hablar. Todos estaban expectantes y querían oír el final de su platica. Así que se sentó y prosiguió.
—Es por ello que en otras ocasiones os he dicho que el pasado es un presente construido con sentimientos que caducan, como el atardecer melancólico que se nos lleva la noche, convertido —apenas nato— en el pasado de un momento, que aunque esté presente, también será una pérdida al llegar el alba. Por que el sentir siempre tiene un pasado, una perdida, como la despedida de la madre o del padre al hacerse adolescente, o al encontrar a otra mujer u hombre a los que amar... Al abandonar la infancia empieza pues el dolor de las pérdidas. Pero es finalmente en la etapa adulta, cuando puede nacer —si es que al salir de la infancia aprendimos a interrogarnos— la necesidad de trasladar a otros nuestra experiencia, convirtiendo la palabra escrita, la imagen o el arte, en un momento creador que haga de lo efímero, de lo que será pasado, un intento de trascender el ciclo del olvido humano. Un olvido que la noche de cada día transforma inevitablemente en sueños del pasado, pero que a lo largo del intento de vivir nuestra vida, generará un sufrimiento, o dolor, que será directamente proporcional a la felicidad que sentimos en la infancia.
Nadie dijo nada, el monje se levantó y siguió el camino hacia Lumbini. Su madre biológica, Mahamayá, murió a los 7 días de su nacimiento pero fue adoptado por una nueva madre del harén de concubinas que poseía el padre. Anihru fue su verdadera madre. Recordó entonces su extrema felicidad cuando niño. Antes de balbucear sus primeras palabras su mirada buscaba los ojos de su objeto amoroso, la madre, y poco a poco fue sintiendo que ya no era ella. Lo había sido, y sin casi percibirlo empezó a reconocerse como algo distinto pero muy próximo a su madre. Su incipiente yo, empezó la vivencia de su individualidad, reconocía su nombre cuando lo nombraban y entonces volvía la vista hacia su madre para sentir su aprobación y la seguridad de que aceptando el nombre hacia bien. La mirada de la madre le amparaba del error, ella le protegía de la inseguridad, le infundia el placer que acompañaba al contacto, sobre todo cuando lo envolvía en sus abrazos y le devolvía el recuerdo feliz de sentirse parte de ella antes de nacer.
Se había sentido querido, muy amado primero por su madre y más tarde, siendo algo más mayor, por su padre al que siempre admiraba y del que deseaba su aprobación siempre que hacia algo. Su padre festejaba sus logros y acrecentaba su seguridad, el futuro para él no tenía incógnitas, siempre tuvo la certeza de que ellos velarían por su bienestar. Sus padres le entrenaron la bondad de corazón para con los animales, las plantas y los hombres. Toda su infancia vivió ajeno al sufrimiento de la vida. Solo conoció la bondad, la protección y el amor de sus padres.
Es así que, cuando sus ojos se abrieron al mundo, al ser ya un adulto casado, comprendió que el mundo era doloroso, caduco e injusto. El enorme sufrimiento ajeno creó en él la necesidad de comprender el mundo y tuvo que abandonar todo lo que le era querido. Entonces el dolor desgarrador de la perdida y el sufrimiento que le supuso no tuvieron medida, como no la tuvo la felicidad que había experimentado durante la infancia.
Habían llegado a Lumbini. En un lugar próximo a la entrada de la ciudad se levantaba una dorada estupa funeraria, en la que no se podia entrar. En ella, –decian– descansaban los restos mortales de sus familiares. Su padre Suddhodana, su madre biológica Mahayaná y su verdadera madre Anhiru. Se recogió en silencio a meditar frente a la puerta... Pasaron dos horas y finalmente se levantó, y con él sus seguidores.
Temiendo que diera el acto por acabado, Theravani se atrevió a hablar.
—Maestro... ¿podrías decir algunas palabras que nos enseñen como honras la memoria de tus seres queridos?
—Eso iba a hacer... impacientes —y con una sonrisa miró a su alrededor para seguir diciendo:
—Usaré palabras de Krishna frente a Arjuna... y os diré que "la esencia de mis seres queridos, ya no puede matar ni ser muerta, no puede nacer ni morir, ni el fuego abrasarles o las armas herirles, ni las aguas mojarles o los vientos secarles, de modo que sabiendo que es así nadie debería apenarse por ellos".
Juntó las manos sobre el pecho y se inclinó ante la estupa.